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Continuación del análisis de la Escena IV - Acto I de Los Locos

Actualizado: 13 nov 2023




LOCO4º

“Entraron en la taberna los siete Infantes de Lara,

y lo murmuraron mucho los Áspides de Cleopatra.”



Los siete infantes de Lara (o de Salas) es una leyenda conocida a partir de textos conservados en crónicas medievales, cuyo testimonio más antiguo figura en la versión ampliada de la Estoria de España compuesta durante el reinado de Sancho IV de Castilla, antes de 1289, que fue editada por Ramón Menéndez Pidal con el nombre de Primera Crónica General. A partir del relato de las crónicas (también figura en la Crónica de 1344 o Segunda Crónica General y en una interpolación a la Tercera Crónica General cuya copia data de 1512) Ramón Menéndez Pidal encontró indicios de la existencia de un antiguo cantar de gesta desaparecido que reconstruyó parcialmente y dató hacia el año 1000, y que sería, junto con el Cantar de mio Cid y el Poema de Fernán González, uno de los más importantes cantares de gesta de la literatura castellana y el ejemplo más primitivo de épica española. La tradición ha elaborado la leyenda también en el romancero.


Los infantes de Lara eran hijos de Gonzalo Gustioz (o Gustios) y Sancha Velázquez, mejor conocida como «Doña Sancha». La historia gira en torno a una disputa familiar entre la familia de Lara y la familia de Ruy Velázquez y su hermana Doña Sancha. El motivo más destacable es el de la venganza, principal motor de la acción.


Según la versión transmitida por la leyenda contenida en la versión sanchina de la Estoria de España, que podría recoger un antiguo cantar de gesta compuesto hacia el año 990, en el transcurso de las bodas entre Doña Lambra —natural de Bureba— y Rodrigo Velázquez de Lara, más conocido como Ruy Velázquez, y también llamado Roy Blásquez —hermano de Doña Sancha, madre de los infantes—, se enfrentan los familiares de la novia con los de Lara. De ese enfrentamiento resulta muerto Álvar Sánchez, primo de Doña Lambra, a manos de Gonzalo González, el menor de los siete infantes de Lara.


Almanzor muestra las cabezas de los siete infantes a su padre Gonzalo Gustioz. Grabado de Otto Venius, del siglo XVII.


Más adelante Gonzalo González es visto por Doña Lambra mientras se baña en paños menores, suceso que Doña Lambra, al considerarlo como una provocación sexual a propósito, interpreta como una grave ofensa. Doña Lambra, aprovechando este lance para vengar la muerte de su primo Álvar Sánchez, que no ha sido satisfecha aún, responde con otra afrenta al ordenar a su criado arrojar y manchar a Gonzalo González con un pepino relleno de sangre, ante la risa burlesca de sus hermanos. Gonzalo reacciona matando al criado de Doña Lambra, que había ido a refugiarse bajo la protección del manto de su señora, que queda asimismo salpicado de sangre.


Estos sucesos provocan la sed de venganza de Doña Lambra. Por ello, su marido Ruy Velázquez urde un plan por el que Gonzalo Gustioz, señor del enclave de Salas, es enviado a Almanzor con una carta cuyo contenido indica que sea matado el portador de la misiva. El padre de los infantes desconoce el contenido de la carta porque está escrita en árabe. Almanzor se apiada de Gonzalo Gustioz y se limita a retenerlo preso, pues considera excesivo el sufrimiento de su cautivo, que es aliviado por una hermana del propio Almanzor. De ambos nace un hijo llamado Mudarra, quien más adelante será adoptado por Sancha Velázquez, su abuela. Años más tarde este hijo, aunque bastardo, vengará, matando a Ruy Velázquez, el crimen cometido a sus hermanastros, ya que los siete hermanos de Lara habían sido dirigidos hacia una emboscada ante tropas musulmanas en la que, a pesar de su valía guerrera, son decapitados y sus cabezas remitidas a Córdoba por órdenes de su tío Ruy Velázquez. Allí serán contempladas dolorosamente por su padre Gonzalo Gustioz en uno de los plantos más emotivos de toda la epopeya castellana.


El anillo de Gonzalo Gustios o anillo de Mudarra


En la prosificación del cantar, Gonzalo Gustios finalmente es liberado. Justo antes de partir, la hermana de Almanzor, que durante el cautiverio se había acostado con Gonzalo Gustioz, le comunica que está embarazada de él (el niño será Mudarra). Gonzalo Gustioz ve aquí una posible vía para vengarse de Ruy Velázquez, así que toma un anillo y lo rompe en dos pedazos, dándole una parte a ella y quedándose él con la otra mitad. Mudarra recibe este medio anillo como herencia, siendo posteriormente reconocido por su padre Gonzalo al juntar las dos partes y ver que encajan perfectamente. En la prosificación del cantar de la Crónica de 13443​ o Segunda Crónica General, Gonzalo Gustioz queda ciego con el paso de los años, y al juntar el anillo se produce un milagro: él recupera la vista y el anillo queda unido permanentemente. En opinión de Ramón Menéndez Pidal, la trama secundaria del anillo y su uso para el reconocimiento de padre e hijo, es una de las muchas pruebas del origen germánico de la épica española.


Las prosificaciones de la leyenda existentes en las crónicas alfonsíes utilizaron como fuente un cantar de gesta, hipótesis que se deduce de la abundancia de rimas asonantes y otros rasgos de estilo propios de la literatura épica que permanecen en la prosa de los relatos cronísticos. La existencia de un Cantar de los siete infantes de Lara perdido concita el consenso de los filólogos, pues los versos de la epopeya no fueron excesivamente alterados. De ahí que se hayan podido escribir reconstrucciones bastante fiables a lo que pudo ser el cantar original. Respecto a esto, Mercedes Vaquero ha rastreado señas de oralidad en los textos prosificados, lo que indicaría que en algún momento hubo un cantar que fue recitado, entonado o cantado.

El Cantar de los siete infantes de Lara o de Salas tiene como marco temporal una situación histórica que remite a la Castilla de hacia 990, lo que ha servido para datar el poema, si bien no toda la crítica acepta que el Cantar fuera compuesto hacia el año 1000, al objetarse que antecediera a los grandes ciclos de la épica francesa, de la que podría ser deudor.

A este respecto, Carlos y Manuel Alvar hacen notar que muchos de los motivos del Cantar de los infantes de Lara primitivo se relacionan más con los de la epopeya escandinava y germánica (como el Cantar de los nibelungos) que con los de los cantares de gesta románicos. Entre ellos destacan la importancia de los vínculos sanguíneos, la crueldad de las venganzas como modo de imponer una justicia individual no apoyada en instituciones sociales ni en un corpus de derecho, o la agresividad de las relaciones pasionales, que conllevan una importante carga sexual. Erich von Richtofen, en sus estudios sobre este poema épico ha advertido numerosas analogías con la epopeya del centro y norte de Europa, en particular afirma que la épica de los infantes de Lara, además de tener multitud de elementos y motivos originales castellanos, tiene muchos puntos en común con la saga de Thidrek: «la deshonra de Odila y el plan de venganza de su esposo Sifica; el concierto de éste con su amigo el gobernador; el viaje de Fridrek y de sus seis compañeros; la emboscada que les tiende el gobernador en la que hallan la muerte los siete caballeros de Wilzemburgo; además de detalles prestados a los episodios de la muerte de los harlungos Edgardo y Aki con su amo Fritila, el tema de los cráneos enviados al padre y el de la venganza del hijo de Hogni».


Según Ramón Menéndez Pidal el poema tuvo diversas versiones, algunas muy posteriores a la original. El nombre del cantar sería Los siete infantes de Salas, puesto que no se menciona el nombre de «Lara». En él Doña Lambra está casada con Ruy Velázquez. Este estudioso no asevera que todos los personajes sean históricos. Como elementos poéticos incluye a la infanta mora y el vengador Mudarra.


Alan Deyermond señala que el trasfondo argumental trasluce motivos universales y habituales del folclore, como la carta que ordena la muerte del mensajero (lugar común coincidente con el de Hamlet), el amor de una joven por el prisionero hecho cautivo por su hermano o la ascendencia misteriosa del protagonista.


El crítico anglosajón aprecia que el Cantar de los siete infantes de Lara o Salas reúne un gran valor por la antigüedad y prioridad en su género y por cuanto refleja la que sería la edad heroica del nacimiento y formación de Castilla, periodo que es a su vez el momento de la gestación de la épica en los pueblos. Además, ensalza la enérgica pintura de algunos pasajes, como aquel en que Mudarra amenaza a Doña Lambra y esta intenta buscar protección:


La mala de doña Lambra para el conde ha adeliñado en sus vestidos grandes duelos, los rabos de las bestias tajados; llegado ha a Burgos, entrado ha en el palacio, echose a los pies del conde e besole las manos: «¡Merced, conde señor, fija so de vuestra prima! [de] lo que Rodrigo fizo yo culpa non habría, e non me desamparedes, ca pocos serían los mis días». El conde dixo: «¡Mentides, doña alevosa sabida! ca todas estas traiciones vos habedes bastecidas; vos de las mis fortalezas érades señora e reína. Non vos atreguo el cuerpo de hoy en este día; mandaré a don Mudarra que vos faga quemar viva e que canes espedacen esas carnes malditas, e, por lo que fezistes, el alma habredes perdida».


Como apunte curioso, en el pueblo Castrillo de la Reina, en la sierra de Burgos, desde hace ya 21 años se sigue representando “La Leyenda de los siete Infantes de Lara” (1896), la obra teatral sobre el estudio de investigación realizado por Ramón Menéndez Pidal. Es su primer estudio donde ya muestra muchos de los caracteres que le marcarán como filólogo de prestigio internacional. Este libro trata de uno de los más antiguos asuntos de la poesía heroico-popular castellana, un cantar de gesta.


Hoy en día los sepulcros de las cabezas de los Siete Infantes siguen estando en el pórtico sur del monasterio de San Millán de Suso, (en La Cogolla, La Rioja) a la izquierda según se entra. El panteón también tiene la sepultura, en una posición central, de Nuño Salido, el ayo o tutor de los infantes.


Esta es otra prueba más de la preocupación de FML por ahondar en la historia, folklore, temática popular de diversas zonas de la península ibérica de las que da muestras de conocimiento, como hasta ahora pueden ser, aparte de la Comunidad de Madrid, Aragón, Burgos, Toledo, Alcalá de Henares, Valencia, Aranjuez, Sevilla, Granada, etc.


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Cleopatra VII Thea Filopátor —en griego antiguo, Κλεοπᾰ́τρᾱ Φιλοπάτωρ, romanizado: Kleopátrā Philopátōr— (69 a. C.-10 o 12 de agosto de 30 a. C.)​ fue la última gobernante de la dinastía ptolemaica del Antiguo Egipto, aunque nominalmente le sobrevivió como faraón su hijo Cesarión. También fue diplomática, comandante naval, lingüista y escritora de tratados médicos.​ Era descendiente de Ptolomeo I Sóter, fundador de la dinastía, un general grecomacedonio​ de Alejandro Magno. Tras la muerte de Cleopatra, Egipto se convirtió en provincia del Imperio romano, lo que marcó el final del período helenístico que se había iniciado con el reinado de Alejandro (336-323 a. C.). Su lengua materna era la koiné griega, aunque fue la primera soberana ptolemaica en aprender el idioma egipcio.


La muerte de Cleopatra VII, la última soberana reinante del Egipto ptolemaico, tuvo lugar el 10 o 12 de agosto de 30 a. C. en Alejandría, cuando tenía 39 años. Según la creencia popular, se suicidó dejándose morder por un áspid (cobra egipcia), aunque en otras versiones ofrecidas por historiadores romanos, Cleopatra se envenenó utilizando un instrumento o un ungüento tóxico. Los testimonios de fuentes primarias provienen principalmente de las obras de los antiguos historiadores romanos Estrabón, Plutarco y Dion Casio. Algunos académicos modernos sospechan que fue asesinada, mientras que otros dudan de la validez de los relatos de la mordedura de serpiente como causa de la muerte. Algunos estudiosos plantean la hipótesis de que su rival romano Octavio, por conveniencia política, permitió que Cleopatra se suicidara del modo que ella quisiera.


La muerte de Cleopatra ha sido representada en numerosas obras de arte en la Antigüedad y la Edad Media. Cleopatra ocupó un lugar destacado en la prosa y la poesía de la antigua literatura en latín. Aunque se conservan pocas representaciones de su muerte en el arte de la Antigua Roma, las obras medievales, renacentistas y barrocas. Antiguas esculturas grecorromanas como la Venus Esquilina y la Ariadna dormida sirvieron de inspiración para posteriores obras de arte que mostraban su muerte, en las que la mordedura de un áspid es un elemento generalizado. Su muerte también se relaciona con temas de erotismo y sexualidad.

Plutarco narra que Cleopatra afrontó su suicidio en un proceso casi ritual, precedido por un baño y luego una buena comida que incluía higos en una canasta.


El médico personal de Cleopatra, Olimpo, citado por Plutarco, no indicó ninguna causa de la muerte de su reina y no hizo mención alguna de la mordedura de un áspid o de una cobra egipcia. Estrabón, que proporciona el primer relato histórico conocido, creía que Cleopatra se suicidó, bien por la mordedura de un áspid o por ungüento venenoso.​ Plutarco menciona la historia del áspid que le trajeron en una cesta de higos, aunque ofrece otras alternativas para la causa de su muerte, como el uso de un instrumento (en griego, κνηστίς knestis), tal vez un alfiler para el cabello,​ con la que ella se arañó la piel e introdujo la toxina. Según Dion Casio, aunque se encontraron pequeños pinchazos en el brazo de Cleopatra, se hizo eco de la afirmación de Plutarco de que nadie sabía la verdadera causa de su muerte.Dion mencionó la teoría del áspid e incluso sugirió el uso de una aguja (en griego, βελὁνη belone), posiblemente de un alfiler de pelo, lo que parecería corroborar con el relato de Plutarco. Otros historiadores contemporáneos como Floro y Veleyo Patérculo apoyaron la teoría de la mordedura de áspid.​ El médico romano Galeno mencionó la historia del áspid, pero también propone una versión en la que Cleopatra arañó su brazo e introdujo veneno que le trajeron en un recipiente. Suetonio relató la historia del áspid, pero expresó sus dudas al respecto.


La causa de su muerte rara vez fue mencionada y debatida en los primeros tiempos de la investigación moderna.​ En su obra Pseudodoxia Epidemica, de 1646, el escritor enciclopédico Thomas Browne indicaba que no se sabía cómo había muerto Cleopatra y que las representaciones artísticas de pequeñas serpientes que la mordían no mostraban de forma precisa el mayor tamaño del áspid terrestre. En 1717 el anatomista Giovanni Battista Morgagni mantuvo una breve correspondencia literaria de carácter lúdico con el médico papal Giovanni Maria Lancisi sobre la causa de la muerte de la reina, que aparece reflejada en el De Sedibus de Morgagni de 1761 y que fue publicada como una serie de epístolas en su Opera omnis de 1764.​ Morgagni sostenía que Cleopatra probablemente murió a causa de una mordedura de serpiente y rebatió la sugerencia de Lancisi de que el consumo de veneno era más plausible, señalando que ningún autor grecorromano de la Antigüedad había mencionado que ella lo había bebido; Lancisi lo refutó argumentando que los relatos ofrecidos por los poetas romanos eran poco fiables, ya que a menudo exageraban los acontecimientos.​ En sus memorias literarias publicadas en 1777, el médico francés Jean Goulin respaldó el argumento de Morgagni de que la mordedura de serpiente era la causa más probable de su muerte.


Los estudiosos modernos también han puesto en duda la historia de la mordedura de una serpiente venenosa como causa de la muerte. Duane W. Roller señala la importancia de las serpientes en la mitología egipcia a la vez que afirma que ningún relato histórico que haya sobrevivido cuestiona la dificultad de introducir a escondidas una gran cobra egipcia en las cámaras de Cleopatra y luego hacer que se comporte como se pretendía.66​ William Maloney, profesor de la Universidad de Nueva York, coincide con esta opinión, subrayando el gran peso de estos reptiles, si bien indica que su veneno es muy potente,​ mientras que Roller afirma que el veneno solo es mortal si se inyecta en una zona vital del cuerpo. El egiptólogo alemán Wilhelm Spiegelberg (1870-1930) argumentó que la elección de Cleopatra de suicidarse por mordedura de áspid era acorde con su condición real, pues el áspid representaba al uraeus, serpiente sagrada del dios solar Ra de la religión egipcia. Sin embargo, el profesor Robert A. Gurval señala que los strategos atenienses Demetrio de Falero (c. 350-c. 280 a. C.), encarcelados por Ptolomeo II Filadelfo en Egipto, se suicidaron por mordedura de áspid de forma «curiosamente similar», algo que también demostró que no era exclusivo de la realeza egipcia,​ Gurval señala que la mordedura de una cobra egipcia contiene alrededor de 175-300 mg de neurotoxina, letal para los seres humanos con solo 15-20 mg, aunque la muerte no habría sido inmediata ya que las víctimas suelen permanecer con vida durante varias horas.​ François Pieter Retief, profesor emérito y decano de medicina de la Universidad del Estado Libre y Louise Cilliers, investigadora honoraria de su Departamento de Estudios Griegos, Latinos y Clásicos, sostienen que una serpiente grande no habría cabido en una cesta de higos y que era más probable que un envenenamiento hubiera matado de forma tan rápida a tres mujeres adultas, Cleopatra y sus sirvientas Carmión y Eira. Sobre la hipótesis del alfiler de pelo, Cilliers y Retief también destacan como otros personajes de la Antigüedad se envenenaron de forma similar, como Demóstenes, Aníbal y Mitrídates VI de Ponto.


Según Gregory Tsoucalas, profesor de Historia de la medicina en la Universidad Demócrito de Tracia y Markos Sgantzos profesor asociado de Anatomía en la Universidad de Tesalia, hay evidencias que indican que Octavio ordenó el envenenamiento de Cleopatra. Su afirmación del presunto asesinato por parte de Octavio es apoyada por otros autores como Maloney. En su Murder of Cleopatra: History's Greatest Cold Case (2013), la criminóloga estadounidense Pat Brown argumenta que fue asesinada y los detalles fueron ocultados por las autoridades romanas,​ aunque las afirmaciones de que fue asesinada contradicen la mayoría de las fuentes primarias que señalan que la causa de su muerte fue suicidio. La historiadora británica Patricia Southern conjetura que Octavio podría haber permitido que Cleopatra eligiera la forma de su muerte en lugar de ejecutarla.​ James Grout opina que Octavio podría haber querido evitar la compasión mostrada por la hermana menor de Cleopatra, Arsínoe IV, que desfiló encadenada durante el triunfo de Julio César, pero se le perdonó la vida. Octavio quizás permitió que Cleopatra muriera por su propia mano al valorar los problemas políticos que conllevaría matar a una reina cuya estatua había sido erigida por su padre adoptivo, César, en el templo de Venus Genetrix.


Los Áspides de Cleopatra” 1684?, de Francisco de Rojas Zorrilla, (Toledo, 1607-Madrid, 1648, uno de los poetas más encumbrados en la corte de Felipe IV). Drama (originalmente comedia famosa), 146 páginas.




LOS ÁSPIDES DE CLEOPATRA en el Teatro San Martín - Temporada 2013


Áspid. Etimología. El vocablo procede del latín aspis, aspidis, y éste del griego άσπίς, ίδος, voz polisémica (tropa armada con escudos, tropa de 25 filas, protección y serpiente venenosa), proviene como ablativo del griego «ασπς» (aspis) o del latín «aspis» que quiere decir broquel o serpiente. Sustantivo masculino. Este vocabulario que se refiere a un reptil ofidio que corresponde a la familia de los vipéridos, de color pardo y mide unos sesenta centímetros, eta serpiente es muy venenosa y su mordedura es dolorosa y peligrosa para el ser humano . También es una culebra común del norte de África, especialmente en Egipto.


La Real Academia dice al respecto: áspid. ‘Serpiente venenosa’: «Volvió a enloquecer con el fastuoso veneno de su áspid egipcio» (Moix Sueño [Esp. 1986]). Es masculino y su plural es regular (→ plural, 1g): los áspides. Existe también la variante áspide, de escaso uso en la actualidad: «Una Cleopatra con un áspide de fantasía enroscado en el cuell (Ramírez Baile [Nic. 1995]). Es voz llana: [áspid], no [aspíd].


Según Jacinto Antón, <<Lo más seguro es que no hubiera serpientes: ni áspides ni cobras. Pese a la leyenda y la iconografía, en contra de lo que muestran pinturas, obras de teatro y películas, Cleopatra no murió a causa de la mordedura de ofidio alguno. Era algo que sospechábamos, y que tiene lógica. Lo explica muy bien en la que probablemente sea la mejor biografía escrita nunca sobre la reina, y sin duda la más amena y literaria -Cleopatra. Una vida (¡no se la pierdan!, la publica ahora mismo Destino)-, Stacy Schiff, ganadora de un Pulitzer.


De entrada, a ver quién es el guapo que mete una cobra egipcia, que mide hasta dos metros y medio y no se está quieta porque tú quieras, en una cesta de higos, que es como se supone que fue introducido el fatal bicho en el mausoleo en que estaba recluida Cleopatra, sorteando la guardia que había puesto Octavio, que se olía una inminente salida de escena de la reina. De las víboras, olvidémonos, la picadura no garantiza la muerte, y menos la muerte inmediata, que es lo que quería la soberana. Y ella sabía de venenos. ¡Y tanto! Llevaba tiempo previendo la eventualidad del suicidio y practicando, en un ejemplo de empirismo que debía ser herencia de los grandes maestros alejandrinos, precursores, no se olvide, de las vivisecciones japonesas en la II Guerra Mundial, con esclavos y reos de muerte. Cualquiera que conozca los efectos de las ponzoñas de los reptiles sabe que tratar de matarse con una serpiente es no solo una manera atroz, sino muy poco segura de hacerlo. El pasado junio se registró lo que parece ser un insólito caso de suicidio por picadura de serpiente en Nueva York, pero la víctima, una mujer, fue mordida por una mamba negra, que eso ya sí es como un revólver, y la única garantía de que se trató de una muerte deseada es que no llamó por teléfono y según sus amigos era desgraciada.

En su biografía, Schiff, además de anotar que alguien tan meticuloso como Cleopatra no iba a dejar su destino final al albur del estado de ánimo de un animal salvaje, recalca que la reina, que cuidaba su imagen, no hubiera querido presentar en la muerte un aspecto tan desagradable como el que se les pone a los fallecidos por veneno de serpiente, ni arrostrar semejante agonía. Por no hablar de los vómitos, la incontinencia y las convulsiones, poco adecuados para la escenografía final que dispuso la émula de Isis. Las fuentes explican además que con el mismo veneno se dieron muerte las dos sirvientas de Cleopatra, Iras y Charmion -es improbable que una serpiente pueda matar seguidas a tres personas-, y que la última, que aún estaba viva al entrar los guardias, cayó redonda fulminada sin ninguna expresión de sufrimiento.


Cleopatra, resume Schiff, tenía opciones mucho más dignas, rápidas e indoloras que las serpientes -que según la leyenda se habría acercado al seno para que la mordieran en tan delicada parte-. Y añade que no le parece que la reina hubiera considerado conveniente ideológicamente que la matara el símbolo de la propia realeza egipcia. Lo más probable es que ingiriera una poción letal. Y sugiere un cóctel de cicuta con opio. Irónica, la escritora añade que Plutarco ya lo dejó claro para centurias de oídos sordos: "La verdad del asunto, nadie la conoce".

Otra reciente biógrafa de Cleopatra, Joann Fletcher, la arqueóloga que identificó (discutiblemente) la momia de Nefertiti, sugiere en su libro Cleopatra the Great (Hodder, 2009), lleno de detalles apasionantes, que la reina empleó, sí, veneno de cobra, pero -hábil toxicóloga nuestra soberana egipcia- destilado y convertido en un líquido que se introdujo a través de una pequeña herida en el brazo. Ello entonces justificaría las fuentes que sostienen que Octavio trató de revivir -infructuosamente- a Cleopatra haciendo que la atendieran médicos o magos psylli norteafricanos especialistas en serpientes.


En todo caso, las serpientes no estaban. Podrá lamentarse que quedarnos sin serpientes es quedarnos sin el pecho desnudo de la reina (!), que tantos interesantes sueños nos ha producido a muchos, y sin las bellas palabras shakespearianas: "Dost thou not see my baby at my breast, / That sucks the nurse asleep?" (Antony and Cleopatra, V.ii.)...


El tema de las serpientes, que van tan indisolublemente ligadas en nuestra imaginación a la figura de Cleopatra, es una muestra de la revisión a que someten Stacy Schiff y otros nuevos biógrafos a la reina. Una revisión completa. Señalar de entrada que varias de las nuevas biografías -la de Schiff, la de Fletcher y la tan interesante y clarificadora de Joyce Tyldesley (Cleopatra, la última reina de Egipto. Ariel, 2008), que la describe como una persona extraordinariamente fuerte, una "superviviente" nata, están escritas por mujeres, lo que es un atractivo contraste si tenemos en cuenta que nuestra visión de Cleopatra está marcada indeleblemente por hombres. En inicio, por los historiadores de época romana, que escribían no solo al servicio del poder enemigo de la reina (Octavio, devenido en el emperador Augusto), sino desde posiciones absolutamente misóginas. El mundo clásico no entendía la libertad de que disfrutaba la mujer en Egipto en comparación con Grecia o Roma. Recordemos que ya Heródoto había expresado la estupefacción ante esa libertad anotando, en una de sus simpáticas malinterpretaciones, que las mujeres egipcias orinaban de pie, y los hombres, sentados.

Buena parte del cliché cleopatresco se debe, pues, a la propaganda romana, a la que debemos la versión de la reina más tabloide: insaciable, traidora, derrochadora y sanguinaria. Ellos fueron los que convirtieron a Cleopatra en la mala de la película. A Octavio le convenía demonizarla. Hacerla culpable de secuestrar la voluntad del noble Marco Antonio, de llevarlo al lado oscuro, pasional, hedonista y salvaje (dionisiaco) de la vida, desviaba la atención del público, siempre deseoso, como hoy, de escuchar una buena historia de sexo y morbo, y convertía lo que era en realidad una guerra civil en una contienda contra una peligrosa reina extranjera (y en un culebrón, y valga la palabra). Reginam odio, que decía Cicerón.


En los tópicos sobre Cleopatra hay más ingredientes. Egipto conjura, y ya lo hacía entonces en la antigüedad, imágenes de misterio y sensualidad. Una tierra de sexo, excesos, dioses raros y ceremonias extrañas e impúdicas. A biógrafos y lectores, siempre les (nos) ha sido difícil escapar a esas poderosas imágenes que se adhieren a la reina.


Cleopatra VII, la mujer más famosa que ha existido, y eso que aún no la ha encarnado Angelina Jolie, que va a seguir los pasos de Theda Bara, Claudette Colbert y Elizabeth Taylor, entre otras -la prevista película, por cierto, se basará, según las últimas noticias, en la biografía de Stacy Schiff-, reinó en Egipto 22 años, extraordinaria longevidad política para la turbulenta época, y murió cuando contaba 39. De seis hermanos, cinco fallecieron de muerte violenta y ella misma se deshizo de tres. Fue la última soberana de Egipto, aunque su hijo y corregente Cesarión reinó unos días tras la muerte de la reina hasta que Octavio lo hizo eliminar.


Varias de las nuevas biografías recuerdan el simpático detalle de que Cleopatra estuvo a punto de recalar en España: tras la derrota en Actium, ella y Marco Antonio evaluaron muy seriamente la posibilidad de huir a Hispania con su tesoro y crear un reino hostil a Roma al estilo de lo que hizo Sertorio...


"De ella, todo se ha dicho, y su contrario", ha sintetizado Robert Solé de Cleopatra. En las nuevas biografías -sin menospreciar muchas de las anteriores, desde la de Emil Ludwig hasta la erudita de Wolfgang Schuller- encontramos un esfuerzo por acercárnosla, incluso físicamente. Obviamente no era Angelina Jolie. Aunque el hecho de que la actriz haya encarnado previamente a Olimpia, la madre de Alejandro Magno, crea un vínculo interesante: Cleopatra, que descendía directamente de uno de los generales y camaradas de Alejandro, Ptolomeo, era griega macedónica de origen. Vamos, como señala irónicamente Schiff, "tan egipcia como Elizabeth Taylor". En su amenísima y reciente media biografía de la reina Antonio y Cleopatra (La Esfera de los Libros, 2011), Adrian Goldsworthy, apunta que, tanto por cultura como desde el punto de vista étnico, "Cleopatra era tan egipcia como apaches son hoy la mayoría de habitantes de Arizona". Para él no hay duda, Cleopatra fue ante todo griega. Claro que Goldsworthy es un especialista en mundo clásico y barre mucho para casa. Tyldesley y Fletcher, ambas del ramo de la egiptología, tratan de contextualizar más a Cleopatra en la milenaria cultura faraónica y de vincularla a las reinas antiguas; recalcar su egipticidad, vamos. La primera subraya que no podemos colocar a la reina ni a los Ptolomeos en un gueto cultural, sería, dice, como considerar extranjera en Gran Bretaña a la familia real británica a causa de su origen. Schiff anota que la reina era probablemente morena. Tyldesley también lo cree (y de tez aceitunada, bajita y ¡con problemas dentales!). En cambio, Joann Fletcher, basándose en lo que opina (por el peinado) que podría ser una pintura de la reina hallada en una villa en Herculano, la imagina ¡pelirroja!

La verdad es que no tenemos ni idea de cómo era Cleopatra: los escasos retratos que han llegado no son estrictamente eso, retratos. Y las monedas, en las que se apoyó la reciente teoría (2007) de que en realidad era fea, lo que muestran es a una gobernante que trata de identificarse iconográficamente con sus ancestros, los reyes Ptolomeos anteriores, para dar mayor legitimidad a su poder. Así que no es raro que parezca un tío. "No iba a querer parecer dulce y femenina en un icono regio", indica Tyldesley. Dicho esto, no obstante, podemos inferir que algunos rasgos podrían ser hereditarios de la casa: una nariz algo aguileña, barbilla prominente, un cuello con anillos de Venus (pliegues de grasa). No son signos de una belleza al uso, cierto. De hecho, las fuentes -incluso los poetas- son significativamente parcas al alabar la hermosura de la reina.


Lo que era, seguramente, es una mujer impresionante. De carácter. Y con charme. Tyldesley destaca su capacidad intelectual. Era culta, viajada, políglota hasta la extravagancia. Fletcher imagina lo que debían sentir César y Marco Antonio ante alguien que se consideraba de la manera más natural una diosa (¡lo que ha de poner eso, más que un déshabillé!). Schiff recalca que Cleopatra fue la única mujer del mundo antiguo que gobernó en realidad sola y que desempeñó un papel relevante en los asuntos de Occidente (Zenobia de Palmira, que la imitaba, fue mucho menos relevante). Probablemente, señala, eso es lo que más atrajo de ella a César y a Marco Antonio, los dos hombres más poderosos de su tiempo. Y su fortuna: era la persona más rica de la época, eso se ha destacado poco. Tyldesley añade que la libertad de que hacía gala como mujer Cleopatra desconcertaría y atraería mucho a un romano, acostumbrado a la sumisión femenina.


La importancia política y económica de Cleopatra, sostiene Schiff, significó su desgracia y su vilipendio: habilísima gobernante, de enormes carisma y cultura, la posteridad escrita por sus enemigos la rebajó a hechicera, engatusadora y puta. "No por última vez vemos cómo una mujer genuinamente poderosa se ve transmutada en una desvergonzada seductora", advierte con una nota de tristeza Stacy Schiff, que recuerda que la intersección en la historia de mujer y poder siempre ha sido vista como peligrosa (por los hombres).


En cambio, la Cleopatra que sale de las nuevas biografías es sorprendentemente recatada. Tyldesley señala la paradoja de que el mundo recuerde a la reina como vampiresa y nunca como madre de cuatro hijos (uno de César y tres de Antonio). Y la describe como una mujer solitaria. Las pruebas más sólidas indican, además, dice Goldsworthy (Tyldesley está de acuerdo), que Cleopatra solo tuvo dos amantes, los dos grandes romanos, y uno después del otro (mucho después). Es posible incluso que no tuviera relaciones sexuales más que con ellos. Y que no hubiera otros hombres en su vida, ¡la gran seductora! Tradicionalmente, las princesas ptolemaicas eran unas asesinas compulsivas, pero castas: era fundamental mantener el linaje puro, por eso se casaban con sus hermanos. Cleopatra era sin duda cruel, pero no más que César, que exterminó a los galos. Ni siquiera era probablemente más coqueta que él, que, según Suetonio, se depilaba "las partes peludas de su cuerpo". Y sin duda era mucho menos promiscua -Tyldesley recuerda que Julio se acostaba, entre otras muchas, con Servilia y con su hija, Tertia-. Antonio no era menos rijoso: en una carta a Octavio no dudaba en explicarle que se "follaba" a la reina egipcia. El propio Octavio no fue ningún monje y hasta se le señaló como el catamita de César. Siempre el diferente baremo para juzgar sexualmente a hombres y mujeres...


Si Schiff, Tyldesley y Fletcher se muestran en sus biografías fascinadas por la reina, la gobernanta y la mujer, Goldsworthy, significativamente el único hombre de esta nueva hornada de biografías, pone barreras y se muestra refractario a los encantos de Cleopatra. La historia de la reina, escribe, "ya contiene suficiente pasión sin necesidad de que el autor añada más de su propia cosecha". Para el autor de las exitosas César o Grandes generales del imperio romano, que Cleopatra fuera una patriota o estuviera comprometida como quieren algunas de sus colegas con la prosperidad y bienestar de sus súbditos es ilusorio. Era, considera, sobre todo un animal político, una gobernante implacable como todos los de su época y clase, preocupada solo por disponer de suficientes fondos, influencias y tropas para mantenerse en el poder. De su celebrada inteligencia recalca que es "inasible", al revés que la de César, de la que sí hay constancia documental (de hecho, podemos leer sus libros, mientras que de Cleopatra solo la frase "ginestho", "que así sea", garabateada al final de un texto oficial -se cree que es de su puño y letra).


Hoy, todos los historiadores, resume Goldsworthy, "quieren admirar a Cleopatra y que les guste como reacción a la feroz hostilidad de las viejas fuentes adeptas a Augusto". Así, advierte, de la femme fatale, la aviesa seductora de ayer, hemos pasado a la mujer fuerte e independiente que trató de favorecer a su país. En realidad, resume, "nos guste o no, Cleopatra no fue tan importante". Uno casi puede oír cómo las otras tres biógrafas rechinan los dientes cuando el historiador escribe: "Si tuvo importancia más allá de las fronteras de Egipto fue solo por sus amantes romanos".


Pero Goldsworthy también tiene su corazoncito. Y es que la mano de la reina es larga, y ¡quién puede sustraerse del todo a su hechizo! El historiador reconoce que la de Cleopatra es también una historia de amor, y que pese a que ni Cleopatra ni César ni Marco Antonio en sus relaciones dejaron nunca de actuar con cierto grado de cálculo político, se produjo también una atracción mutua, fuerte y sincera. Y el erudito ofrece (sin disolverla) una perla insólita que demuestra que el influjo de la reina es capaz de atravesar todas las desmitificaciones: "Todos sabemos de la fuerza de la pasión en nuestras propias vidas". >>


La muerte de Cleopatra marcó el final de la dinastía ptolemaica en Egipto. Se estableció la provincia romana de Egipto,​ marcando el final del período helenístico. En enero de 27 a. C. Octavio fue nombrado Augusto («el venerado») y acumuló poderes constitucionales que lo convirtieron en el primer emperador romano, gobernando con la apariencia de la República romana, e iniciando la era del Principado del Imperio romano.

El poeta Propercio, testigo presencial del triunfo de Octavio a lo largo de la vía Sacra, señaló que la imagen exhibida de Cleopatra contenía varias serpientes que mordían cada uno de sus brazos.


Una pintura de principios del siglo I d. C. de Pompeya representa muy probablemente el suicidio de Cleopatra, acompañada por sus asistentes e incluso por su hijo Cesarión con una diadema real como la de su madre, aunque no hay ningún áspid en la escena, lo que quizás refleje las diversas causas de la muerte que se mencionan en la historiografía romana.

La historia del áspid fue aceptada por muchos poetas latinos de la época de Augusto, como Horacio y Virgilio, en la que se llegó a sugerir que Cleopatra había sido mordida por dos serpientes. Aunque mantuvo la visión negativa de Cleopatra manifestada en otras obras de la literatura romana proagustina,​ Horacio describió el suicidio de Cleopatra como un acto audaz de desafío y liberación. Virgilio instauró la visión de Cleopatra como una figura del melodrama épico y el romance.


La historia del suicidio de Cleopatra a causa de la mordedura de una serpiente fue representada con frecuencia en el arte medieval y renacentista, así como en la literatura medieval y renacentista. En una miniatura de un manuscrito iluminado de 1409, Des cas de nobles hommes et femmes, del poeta del siglo XIV Giovanni Boccaccio, el Maestro de Boucicaut los representaba a yaciendo juntos en un sepulcro al estilo gótico, con un áspid deslizándose cerca del pecho de Cleopatra y una espada clavada en la de Marco Antonio. ​ Versiones ilustradas de las obras escritas de Boccaccio, entre las que se encuentran imágenes de Cleopatra y Antonio suicidándose, se publicaron por primera vez en el Reino de Francia durante el Quattrocento, obra de Laurent de Premierfait.129Xilografías de la versión de Giovanni Boccaccio de De Mulieribus Claris publicadas en Ulm en 1479 y en Augsburgo en 1541 representan el descubrimiento de Cleopatra del cuerpo de Antonio tras su suicidio.


La verdadera historia de Cleopatra | Rosa María Cid


Conclusión:


Orgullo de familias españolas que, por motivos amorosos, se revuelven en trágicas venganzas. Por “Los Áspides de Cleopatra” se entendiera la metodología que empleó la Reina de Egipto, de origen helenista (enemiga de Roma), para suicidarse. Más extendida es la creencia de que fue a través de unas serpientes por su pecho o sus brazos, pero también con sus sirvientas y familia (documentación obtenida a través de sus enemigos –posible manipulación-).


Mi interpretación de este refrán, -porque también parece un pareado- es que López utiliza los “Áspides de Cleopatra” como una metáfora: las serpientes venenosas. Teniendo en cuenta siempre el valor popular más extendido del significado de estos hechos históricos, puede querer significar que “Los siete infantes de Lara” -que también figurada o metafóricamente pueden referirse a personas valientes, algo confiadas, aguerridas- pueden ser carne de cañón de las envidias de las serpientes viperinas, traidoras y mortíferas en su maldad.



LOCOS 1º, 2º, 3º

“Patatín, patatín, patarata,

come pichón que es mejor que batata.”



Patatín: loc. coloquial Se usa para resumir un discurso de poca importancia o conceptos vagos e imprecisos en la expresión, que si patatín, que si patatán, o que patatín que patatán.


Patarata

De or. inc.

1. f. Cosa ridícula y despreciable.

2. f. Expresión, demostración afectada y ridícula de un sentimiento o cuidado, o exceso en cortesías y cumplimientos.


Boniatos y batatas son lo mismo (también llamado camote en Latinoamérica), un alimento de origen americano que Colón trajo a España tras sus expediciones y que arraigó en todos aquellos territorios donde su cultivo es posible. Y aun así, hasta hace pocos años no todo el mundo conocía o había comido boniato alguna vez. Tiene casi el doble de vitamina A que la patata, (22 Unidades Internacionales frente a 14 que tiene la patata). La batata es un alimento rico en carbohidratos complejos, por lo que libera energía de forma lenta y durante un largo periodo de tiempo. Su índice glucémico, el impacto que tiene sobre la glucosa en sangre, es más bajo que el del arroz o el pan. Gracias a ello, es un acompañamiento perfecto en las dietas quema grasa. Posee también almidón resistente, "un tipo de hidrato de carbono que nuestro cuerpo no digiere totalmente, por lo que sentiremos una mayor sensación de saciedad por más tiempo". Además, tiene más fibra, calcio y potasio que la patata, así como un mayor contenido en antioxidantes. En algunas se distingue entre la variedad blanca y la variedad roja o anaranjada. La batata anaranjada es más rica en ciertas vitaminas que la blanca, como la provitamina A o betacaroteno, el pigmento vegetal responsable de los colores rojos, anaranjados y amarillos de los alimentos vegetales. Mientras la blanca contiene más almidón y menos azúcares, es menos dulce. La batata está compuesta por un 70% de agua (aproximadamente) y un 30% de materia seca, en su mayoría son carbohidratos, alrededor de un 70% de éstos son almidón. . Cuando las batatas se cocinan a baja temperatura (entre unos 57-70º C aprox.), el almidón se convierte en maltosa y dextrinas, la maltosa es un azúcar compuesto por dos moléculas de glucosa que endulza una tercera parte de lo que lo hace el azúcar de mesa, a partir de los 75º C la degradación del almidón cesa. Es por ello que si la batata se cocina a baja temperatura, resulta más dulce. El índice glucémico de la batata es inferior al de la patata. Es un alimento bajo en calorías, contiene unas 115 kcal. por cada 100 gramos, y si se cocina mediante métodos de cocción saludables, es ideal para cualquier tipo de alimentación, incluso en dietas de adelgazamiento o pérdida de grasa, así como para personas con diabetes, siempre que se haga un consumo moderado. Además de hidratos de carbono y betacarotenos (y sus propiedades antioxidantes), el boniato aporta en cantidades considerables vitaminas del grupo B, vitamina C, minerales como el calcio, el manganeso y el potasio, además de fibra. Otras opiniones consideran que no tiene tanto almidón resistente como se cree, en este caso le supera la patata. Se denomina almidón resistente porque resiste a la digestión y es beneficioso para la salud por su efecto prebiótico, que se genera cuando se dejan enfriar alimentos ricos en carbohidratos. Se puede cocinar en el horno, en el microondas, en una cazuela o sartén (al vapor, guisado, frito…) e incluso en la tostadora. Una buena alternativa a las patatas fritas son las batatas fritas, aunque será aún mejor si se hacen los bastones de batata en el horno hasta dejarlos crujientes, como si fueran batatas fritas, no es lo mismo el horneado que la fritura, pero sí será una guarnición o un aperitivo mucho más saludable y bajo en calorías. La mejor forma de conservar la batata en casa es en un lugar oscuro, aireado y a una temperatura de unos 15º C.


Un pichón es un polluelo. Concretamente, en España es la cría de la paloma. Su nombre viene del italiano piccione, que a su vez procede del latín pipionem. La denominación latina se formó a partir del verbo pipio, que significaba 'piar'.


La carne de pichón contiene mayoritariamente agua, proteínas y grasa, aunque también pequeñas cantidades de otras sustancias como las nitrogenadas no proteicas (aminoácidos libres, péptidos, nucleótidos, creatina, etcétera), además de carbohidratos, ácido láctico, minerales y vitaminas. En general, la carne de animales jóvenes suele contener mayor cantidad de agua y menor porcentaje de proteínas, grasas y elementos minerales que la de los adultos.

Mucho ha llovido desde que la carne de paloma fuera algo habitual en las mesas españolas, y más aún desde que en El Quijote se contara que la comida más rumbosa en casa de Alonso Quijano eran los palominos del domingo. Si conocen ustedes Tierra de Campos recordarán la silueta de los palomares de adobe, testimonio del gran amor que la cocina tradicional tuvo siempre por los tiernos pichones y palominos. Que no son sinónimos, por cierto: el pichón es la cría de paloma doméstica y el palomino, lo mismo pero de paloma salvaje o bravía. Existen cientos de formas de preparar platos con pichón.


Conclusión:


Nuevamente un refrán pareado, de corte musical, probablemente de uso popular en la época (no encontré nada parecido), que sirve de contraste burlón o desenfadado al anterior más severo o trágico, le quita peso, alivia, resta importancia con el “patatín”. También podría ser un juego de palabras, “patatín” derivado de “patata” y por tanto la similitud o contraste con “batata”. Al ser esta última, la batata, poco conocida en la mesa culinaria de principios del siglo XIX en España, imagino que tampoco se habrían estudiado mucho sus propiedades y beneficios. La carne de pichón y su aliño puede significar un plato más completo en cuanto que tiene proteínas.

Por lo que el significado general podría ser algo así como, déjate de tonterías y aliméntate bien, completamente, que es lo importante.


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LOCO 4º

“Tito Libio se casó con una tripicallera

y de cuatro hijos que tuvo, nacieron con cuatro orejas”




Tito Livio (Patavium, hoy Padua, Italia, h. 59 a.C. - id., 17 d.C.) Historiador latino. Instalado en Roma probablemente a partir del año 30 a.C., se interesó por la retórica y escribió diálogos morales, que después dejó de lado para consagrarse a la redacción de una gran historia de Roma, Ab urbe condita libri (más conocida como las Décadas), que le valió el favor del emperador Octavio Augusto. Sólo se conservan 35 libros de los 142 que componían la obra, que cubre desde la fundación de la ciudad hasta el año 9 a.C. Pieza cumbre de la prosa latina del final del período clásico, para su composición se sirvió de archivos y de historiadores antiguos a los que rara vez cita (por lo que su obra carece de fiabilidad respecto a algunas épocas) e intercaló pequeñas reflexiones en medio de la narración, marcada por un tono épico y dramático. Livio concebía la historia desde un punto de vista moral, y, más que una obra científicamente construida, la suya es la aportación de un poeta que canta con entusiasmo el esplendor del pueblo romano. Muy admirado por sus contemporáneos, sirvió de modelo a historiadores posteriores e influyó en los poetas épicos.


Descendiente de una familia noble acomodada, Tito Livio adquirió una buena formación cultural en Grecia, y estudió retórica y filosofía en Padua y más tarde en Roma. Su infancia coincidió con los últimos acontecimientos que precipitaron la crisis republicana hacia la monarquía cesariana; asumió la toga viril cuando Padua, junto con toda la Galia Cisalpina, fue incorporada por Augusto a los dominios de Roma. En adelante, el futuro historiador vería en Roma a la madre común. En esta ciudad residió gran parte de su vida y tuvo acceso a abundantes documentos. Allí trabó amistad con personajes de la corte y aún con el emperador Augusto que llegó a confiarle la tutela del futuro emperador Claudio.


La "patavinitas" ("paduanidad" o peculiaridades propias de Padua) que en Tito Livio o más probablemente en su lenguaje vislumbraba Asinio Polión permite creer que su cultura debió de formarse sobre todo en la ciudad natal; en ella habría madurado el espíritu conservador debido al cual mantendría ciertas simpatías pompeyanas y afirmaría no saber si el nacimiento del César había de considerarse un bien o un mal para Roma.


Con todo, tal inclinación conservadora, poco personal y todavía menos partidista, no fue sino consecuencia de una ética patriótica que le sitúa en la misma tradición de Horacio y Virgilio, como cantor de las antiguas glorias republicanas y, al mismo tiempo, de la paz restaurada por el príncipe. Livio fue amigo de Octavio Augusto, quien le llamaba "pompeyano" por el espacio que dedicó en su obra a las grandes figuras de la República. De su fama y prestigio dan cuenta Plinio el Joven y Plinio el Viejo, Séneca, Quintiliano, Marcial y Tácito. Se han perdido sus obras filosóficas, recordadas por Séneca, y la carta al hijo donde habla de Cicerón como modelo de oratoria.


En Roma y aprovechando el favor de Augusto tuvo acceso al vasto tesoro documental de los archivos romanos para llevar a cabo una monumental obra, la Historia de Roma desde su fundación hasta la muerte de Druso, a la que consagró toda su vida.

Contrajo dos veces matrimonio de los que nacieron dos hijos y cuatro hijas.


De su vida privada se conocen algunos detalles, como que de su primer matrimonio tuvo dos hijos, uno de los cuales, debió fallecer pronto, porque los dos hermanos llevaron el mismo praenomen (nombre de pila), situación que no era posible estando los dos vivos.


En su madurez, Livio vivió al margen de la política, dedicado a redactar, entre el 28 a.C. y el 17 d.C., su extensa obra histórica Ab urbe condita (Desde la fundación de la ciudad). En ella desarrolló la historia de Roma desde su fundación hasta el año 9 a.C. De los 142 libros que originalmente la componían sólo se han conservado los diez primeros, que abarcan desde Rómulo y el período de los siete reyes hasta el año 293 a.C., y los comprendidos entre el libro XXI y el XLV, que tratan sobre las campañas de Aníbal, la segunda guerra púnica, la tercera guerra macedónica y los sucesos ocurridos hasta el año 170 a.C.


Livio ordenó la historia año por año, siguiendo la técnica analítica, y articulando el relato en bloques de cinco libros o "péntadas". Se basó en historiadores como Polibio de Megalópolis, utilizó numerosos recursos formales y de contenido, y usó la lengua latina posterior a Cicerón. Alternó, sin mezclarlos, hechos civiles de carácter político y social con episodios militares o diplomáticos, y aunque a menudo se valió de un estilo propangandístico y moralizante para exaltar el pasado de Roma, logró a lo largo de la obra una admirable unidad y una cuidada organización. Para conseguir viveza en la narración recurrió al relato, a los discursos, a la descripción de personajes y a determinados episodios dramáticos, logrando una magistral exposición de los hechos.


Fue al parecer al día siguiente de la batalla de Actium, que devolvió la paz y concordia al imperio romano agitado por un siglo de guerras civiles, cuando Tito Livio concibió el proyecto de narrar la historia de Roma en una obra que por su amplitud de líneas, elevación de miras y nobleza de forma fuese digna de la grandeza del tema; de estas cualidades carecían las narraciones, por lo demás extensas, de los analistas de la época ciceroniana. En el 27 o 26 a. de C., Livio publicaba los primeros libros de su obra, que le granjearon la admiración universal; y ya después consagró a su gigantesco empeño el resto de su vida. Los 142 libros que llegó a componer constituyen la obra más voluminosa de toda la literatura latina. De la parte perdida de la obra se conservan poquísimos fragmentos, y, de todos los libros, los sumarios (Periochae) hechos bastante tarde, quizá sobre un epítome del siglo primero, del que se valieron escritores como Paulo Orosio y Julio Floro.


Livio, que tenía educación de retórico, como la mayoría de los historiadores romanos, estaba lejos de una concepción científica del trabajo historiográfico: su ideal no era la búsqueda ni la crítica de documentos, sino la fusión de la tradición literaria existente en una unidad armónica. Por esto el valor histórico de la narración de Livio depende del valor de las fuentes, que reelaboró libremente según sus exigencias artísticas, sin tener en cuenta su valor intrínseco. Allí donde descubría contradicciones o falsificaciones, indicaba las distintas opiniones ajenas o sus propias dudas, pero no entraba en discusiones, que habrían turbado la unidad artística de su obra o habrían retrasado su continuación. A las obras más antiguas, pero pobres de materiales, prefirió, pues, las producidas por la más reciente analítica, llenas de invenciones pero difusas, y pasó sin entretenerse sobre las épocas arcaicas.


Los diez primeros libros de Ab urbe condita comprenden desde los orígenes hasta el año 293, mientras que los otros que han llegado hasta nosotros (del XXI al XLV, este último incompleto) van desde el 218 hasta 167; la narración va ampliándose más y más a medida que el autor se aproxima a su tiempo. Y esto se verificaba también en la parte ahora perdida, con real ventaja para el valor histórico del relato. Por lo demás, Livio no experimentaba por las edades más remotas la curiosidad del arqueólogo, sino más bien una sensación entre romántica y religiosa de admiración, que le hacía encontrar un arcano significado de amonestación en las leyendas sobre la infancia de un imperio amado por los dioses.


La romántica contraposición de la vida heroica y sencilla de un Lacio remotísimo con las pompas y los vicios de su edad, junto con la firme convicción de un designio divino, infunde a su exposición de la historia arcaica una emoción poética tanto más comunicativa cuanto menos se expresa en efusiones retóricas; puede a lo sumo notarse algún eco de poesía en el léxico o en la gramática. Con sólo su propia emoción, Livio consiguió los medios para infundir una insuperable vitalidad artística a los héroes de la leyenda: Coriolano (Libro II), Cincinato (L. III), Camilo (L. V). Y también a las heroínas en las que se compendiaban las virtudes de una estirpe: Lucrecia (L. I), Clelia (L. II), Virginia (L. III). El autor no quiere recrear a estos y otros personajes prestándoles una individualidad personal, que forzosamente habría sido ficticia y nada convincente (como las prolijas y vacuas prosopopeyas de Dionisio de Halicarnaso), sino que, con el lenguaje que les presta, los reviste de una nobleza de sentimientos toda ella romana que, si bien los hace algo impersonales, los eleva de la realidad cotidiana a la región de la poesía y la leyenda.


Pero la parte más inspirada de toda la obra es la tercera década, dedicada a la guerra de Aníbal. Livio participa con intensa emoción en los dramáticos hechos de esta guerra: el historiador, que por su viva fe en el destino dominador de la ciudad no se para a buscar una causalidad terrena, ve cumplirse más claramente la voluntad divina en la heroica resistencia de Roma. Su lenguaje, siempre elevado, retrata hombres y acontecimientos en toda su grandeza. El paso de Aníbal a través de los Alpes helados, las grandes batallas en las que perecía la flor de la juventud de Italia, y el cambio gradual de las suertes hasta que, gracias al genio de Escipión el Africano, del repentino hundimiento del sueño de Aníbal salió la fortuna imperial de Roma, hallan en Livio un narrador apasionado que sin hechizo de artificios, con su misma sobriedad de expresión, arrastra al lector a compartir su fe en Roma.


La emoción llega quizás a su punto culminante en la narración del primer gran éxito conseguido en Italia sobre los cartagineses en la batalla del Metauro. Con dramática rapidez, el escritor pasa de la temeraria marcha de Claudio Nerón a la expectación que se apodera de Roma, a la aglomeración del pueblo a lo largo de las calles recorridas en su fantástica marcha por los legionarios: votos, plegarias y loores expresan cuánta esperanza de salvación pone en ellos la patria. Y, después de la batalla, llegan a Roma las primeras noticias. El pueblo, desde la aurora al ocaso, durante días y días había permanecido en el Foro, ansioso de nuevas, y el Senado había aguardado, en sesión permanente en la Curia, el anuncio de la victoria después de tantas derrotas. La noticia del triunfo no fue creída en un primer momento, por lo que más ardientemente estalló luego al confirmarse la alegría y la gratitud hacia los dioses y los hombres que, por fin, recibían con la victoria el premio de tan largos y tenaces sufrimientos.

En el campo enemigo, Aníbal, al serle presentada la cabeza cortada de su hermano Asdrúbal, tiene en su inmenso dolor el presentimiento de la catástrofe y exclama que reconoce el destino de Cartago. Desde aquí empieza, en efecto, el desquite romano, culminado en Zama. Si el relato de esta batalla, al igual que el de las precedentes, carece en Livio de brillantez e interés, debido ya sea a las fuentes, ya a la poca competencia del escritor en temas militares, el arte con que Livio hace sentir al lector la grandeza del momento que decide la historia del Mediterráneo y del mundo alcanza en compensación las más altas cimas de la fuerza dramática.


El relato termina con la contraposición de la risa desesperada de Aníbal ante el ruin egoísmo de sus conciudadanos y el triunfo de Escipión el Africano; pero sobre el consuelo de este instante tan esperado proyectan una sombra las palabras de Aníbal a los cartagineses: "Ninguna gran ciudad puede descansar por mucho tiempo; si no tiene enemigos en el exterior, los encuentra dentro de sí misma, como los cuerpos más robustos, que mientras parecen protegidos contra toda fuerza exterior, son atacados por su propia vitalidad". Tal es el destino que aguarda a Roma cuando haya triunfado de todos los pueblos del Mediterráneo.


La cuarta década comienza con un parangón famoso, en el que Livio se compara a sí mismo con el que, entrando en el mar, va avanzando hacia adentro; a cada paso que da, el agua va subiendo, lo que hace cada vez más difícil su avance. De igual modo para el escritor, el material que le ofrecía la historia de Roma parecía aumentar continuamente, y más ahora que se disponía a narrar la conquista del mundo. En esta parte (en la que Livio, sobre las grandes guerras orientales, reproduce sustancialmente a Polibio, de quien conservamos extensos fragmentos) aparece a lo vivo su método de trabajo. Traduce la fuente con bastante fidelidad, enriqueciendo el relato con un bello ropaje de estilo que en vano había buscado Polibio. Pero es también notoria la preocupación de Livio por no ofuscar la visión de la grandeza romana. En efecto, no sólo omite todo lo que no atañe directamente a Roma, sino también los hechos, a veces bastante importantes para la comprensión histórica, por los que la conducta o los hombres de Roma podrían aparecer, en guerra o en política, mezquinos.


Exceptuadas estas omisiones, la elaboración personal no es profunda. La excelencia de las fuentes disuadía ciertamente a Livio de modificar demasiado sus datos. Pero son excesivamente ligeros los discursos puestos, como en las otras partes de la obra, en boca de hombres de estado, generales, etc. En estos discursos libremente construidos no sólo hace Livio trabajo de retórico, sino que expresa en forma objetiva las condiciones en que se desarrollaron los hechos, ya que hace decir a los personajes aquello que la situación le parece cada vez exigir, con lo que da así a la narración un fundamento pragmático.


Es de observar cómo, al lado de los grandes éxitos de la política y de las guerras externas, aparece siempre en mayor contraste la corrupción de costumbres, consecuencia de la misma prosperidad fruto de las conquistas. Livio, que desde el prólogo ha establecido la comparación entre la grandeza moral antigua y las miserias del presente, en el que los romanos no pueden soportar los males que los afligen ni sus remedios, siente con dolida intensidad, como efecto de su misma elevación moral, la doctrina ni original ni profunda que, indicando la razón de los cambios de los estados en los cambios de las costumbres, anunciaba para Roma una próxima decadencia, puesto que las riquezas de la conquista habían hecho olvidar, junto con la sobriedad, la disciplina y la devoción a la patria, el secreto de la victoria.


Incluso la parte menos feliz de la obra de Livio, la narración de las más antiguas guerras, que las fuentes habían modelado sobre las luchas de los gracos, está animada por el presentimiento de la lejana catástrofe que precipitaría a Roma en las guerras civiles. Del mismo modo que en la parte correspondiente a la guerra de Julio César y Pompeyo, hoy perdida, no temía expresarse en favor del segundo, Livio no podía simpatizar con los demagogos e innovadores al tratar de las luchas de clase. Pero ni aquí ni en ningún otro lugar puede sorprendérsele falseando deliberadamente los hechos; tan profundos y sinceros eran en Livio el entusiasmo y la fe en el destino de Roma.


Su estilo, armonioso y fluido, sabe alejarse sin esfuerzo de toda monotonía, adaptándose mediante imperceptibles transiciones a las más diversas situaciones: ora nervioso y dramático, ora solemne, ora evocativo y escultórico, ora abundante, coloreado y pintoresco. La obra de Livio fue verdaderamente digna de la grandeza de Roma por el sentido religioso y el ethos que la anima, no menos que por sus bellezas artísticas y por su probidad histórica.


Tras la muerte de Augusto se retiró a Padua donde pasó sus últimos años. Le sobrevivieron un hijo, para cuya instrucción se dice que escribió un tratado literario, y una hija que casó con Lucio Magio.


La microtia es una malformación congénita en donde hay poco desarrollo del pabellón auricular (oído externo) y con alteración de su forma que engloba desde anomalías menores hasta la completa ausencia del pabellón auricular o anotia.


La forma de presentación más frecuente es la microtia unilateral (79-93%) y del lado derecho (60%) ocurriendo de manera predominante en el sexo masculino asociado a atresia o estenosis del conducto auditivo externo. Más del 80% de los pacientes afectados por esta patología presentan hipoacusia conductiva del lado afecto.


Diferentes estudios manifiestan que la herencia Mendeliana es más común en los casos sindrómicos y familiares, mientras que las causas multifactoriales son más probables en casos esporádicos.


Dentro de los factores de riesgo tenemos exposición a ciertos medicamentos tales como, abuso de drogas, alcohol, micofenolatoretinoides y talidomida. Así mismo debe considerarse qué la acción de estos factores no es única, sino más bien un evento multifactorial en el que el medio ambiente interactúa con el genoma.


La microtia puede formar parte de síndromes que afecten al corazón, riñones, ojos, huesos craneofaciales, y el sistema esquelético.


Clasificación de Hunter


Esta patología tiene diversas formas de presentación y afección de la estructura del pabellón y CAE (conducto auditivo externo). A continuación se describirá la Clasificación de Hunter utilizada por los clínicos como parte del abordaje de la Microtia.



Tripicallero, ra

1. m. y f. Persona que vende tripicallos.

tripicallos

1. m. pl. callos (‖ guiso).



Se desconoce el origen de este plato en la gastronomía madrileña, existen recetas del mismo que datan del año 1599 que en el libro Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán menciona el plato de callos como: “revoltillos hechos de las tripas, con algo de los callos del vientre”. Parece que se cita por primera vez a esta preparación en el siglo XV, en la obra “Arte cisoria” de Enrique de Villena. Posteriormente, en 1599, Mateo Alemán se citaría a este plato en su “Guzmán de Alfarache” como “revoltillos hechos de las tripas, con algo de los callos del vientre”. Un cocinero colegial, Domingo Hernández de Maceras, del Colegio Mayor de Oviedo en Salamanca, que en 1605 publica sus recetas y entre ellas encontramos “de manjar blanco de callos” que se hace, explica, “a falta de gallina en día de sábado”.


“Trippa alla romana” son los callos a la italiana. Desconozco de qué año pueden datar.

La buena cocina italiana cuenta con numerosos platos tradicionales, reconocidos y apreciados por igual de norte a sur y, como suele ocurrir, existen diferentes versiones según la región. Tripe alla romana es un ejemplo muy apropiado, típico de Lazio que contrasta con otras versiones ya conocidas, como callos alla fiorentina, alla napoletana, alla bolognese hasta la famosa versión de callos alla milanese (busecca) . Como ocurre con muchas otras recetas típicas de Lazio, la callosidad romana también conserva ricos sabores y aromas intensos, como el del tocino y la menta, finalmente todo se embellece con una generosa ralladura de pecorino romano.



Conclusión:

Aquí ya pasamos de los anteriores refranes a una sección de frases.

Si Tito Livio tuvo dos hijos y cuatro hijas, parece querer significar que de esos seis en total, cuatro nacieron con anomalías en las orejas, que podría tratarse de “microtia” o “anotia”. No he encontrado nada parecido a un nacimiento con cuatro orejas, por lo que sería un dato de casos “únicos” en la historia. Otra posibilidad es que no se sepa con certeza cuántos hijos fueron de Tito Livio, porque al decir López, “de cuatro hijos que tuvo”, se entiende que fueron varones. ¿De qué fuentes provenía esa información que manejaba FML?


Parece obvio que es difícil imaginarse una vendedora de platos de tripa, tripicallera (nombre que me resulta bastante castizo, por los callos a la madrileña) en la época de Tito Livio en Padua o Roma, pero todo es posible que en aquella época se comiese también algún plato similar a base de tripas de cerdo.


Como niños con dos oídos u orejas es imposible porque no ha habido casos en la historia, podría ser que López se refiriese a que de cuatro hijos, sólo se cuentan cuatro orejas. Esto es, que cuatro de ellas al nacer estuvieran desaparecidas u ocultas, por la anotia.


¿Podría también ser un chiste? Las siguientes frases continúan en un estilo sarcástico-burlón.


Buscándole algún sentido oculto –no olvidemos que la grandeza del arte reside en el mensaje oculto, lo dijo Chopin y lo practicó Leonardo Da Vinci, Mozart, etc.-, una época como la del emperador Claudio (Tiberio Claudio César Augusto Germánico), su alumno y sucesor de Nerón, llena de traiciones, intrigas, personajes astutos y malvados, ¿sería para andarse con por lo menos cuatro orejas, verdad? Y qué mejor consejo para unos hijos. Casarse con una vendedora de callos parece algo sencillo, humilde. Podría ser el mensaje: sed humildes y andaros atentos, con las antenas puestas, que aquí no se andan con chiquitas.



LOCO 3º

“Éste la lleva muy larga.

No le quiero escuchar más;

Que hoy es día de correo.”


A lo largo de la Historia, las sociedades han evolucionado a través del contacto entre sus miembros. El comercio y la comunicación han sido indispensables en ese proceso. Por ello, la transmisión de noticias es tan remota como su propia historia.


Los correos son conocidos desde la antigüedad, ora de jefes y soberanos, ora como institución oficial principalmente para profesionales eminentes (médicos, letrados,...) y después como organización estatal para uso de todos los ciudadanos.


En la tradición babilónica existen cartas fechadas en 1800 a. C.


La organización del correo en España se debe a los romanos. El cursus publicus, como se denominaba, recorría toda la geografía de Hispania a través de una cuidada red de caminos portando los mensajes para el ejército o los administradores romanos.


Posteriormente, durante la Edad Media, los numerosos reinos en los que se dividió España crearon sus propios sistemas de correo. Los mandaderos iban de una corte a otra con los encargos de sus reyes. También los comerciantes o las instituciones religiosas o universitarias tenían sus propios mensajeros.


Después de los correos reales que existieron en España, como en todos los Estados, surgió un correo civil en Barcelona en el siglo XII. Lo justificaba la importancia comercial de la ciudad. Los primeros datos históricos que en España tenemos sobre el establecimiento del correo corresponden a la terminación de la Reconquista, pues fue después de que los Reyes Católicos hubieran conquistado Granada cuando se establecía por primera vez el correo en la Península. La organización postal en España fue transformándose progresivamente con la unificación de los reinos bajo la monarquía de los Reyes Católicos, con el descubrimiento de América y luego con la ampliación de territorios en Europa durante el reinado de Carlos I. La Sociedad estatal de Correos y Telégrafos inicia su historia en la Edad moderna, bajo el reinado de los Austrias, la administración del servicio se arrienda a particulares y Correos empieza a tener una estructura más homogénea con cierta semejanza a la actual. A partir de 1506, entre el fin del reinado de Felipe I de Castilla y el de la reina Juana I de Castilla se convierte en beneficiario del monopolio postal como correo mayor de Castilla, a Francisco de Tassis, de la casa Thurn y Taxis, quien implantó el sistema y la organización que él mismo explotaba en Alemania. La concesión del privilegio real del correo a la familia Tassis, centralizó en sus manos todo el orden postal tanto en España como en Europa. Fue en 1610 cuando se implantó en España la estafeta, que entonces era la conducción de la correspondencia en valijas cerradas. Con el cambio de dinastía a principios del siglo XVIII, el correo dejó de ser una concesión del monarca para convertirse en una Renta Real. Más tarde, en el año 1744, se publicaban las Ordenanzas de Correos.


En 1653, el francés De Valayer estableció un sistema postal en París. Colocó los primeros buzones de correo tal y como los conocemos. Su empresa depositaba allí las cartas (siempre y cuando los clientes usaran los sobres con franqueo pagado que él mismo vendía). Todo iba viento en popa, hasta que los negocios de De Valayer fueron a pique, ya que un envidioso empresario rival decidió poner ratones vivos en los buzones asustando a sus clientes.


El 8 de julio de 1716 con el nombramiento de Juan Tomás de Goyeneche como Juez Superintendente y administrador General de las Estafetas por parte de Felipe V, el servicio de Correos se convierte en responsabilidad del Estado. Desde el siglo XVIII, con la llegada de los Borbones al trono, Correos pasa a ser un servicio del Estado de la mano de Felipe V de España que lo extiende a todos los ciudadanos como un servicio público. Un servicio que se desarrolla mediante reglamentos exhaustivos, como el de 1720 o las Ordenanzas de Correos de 1743, y por los hombres encargados de dirigir el Correo en los años sucesivos, como Pedro Rodríguez de Campomanes, quien desde 1755 racionaliza las tarifas, instituye el reparto a domicilio, crea el oficio de cartero, las bocas de buzones en las estafetas, los precedentes de los distritos postales y mejora la red viaria, reformas entre otras que auguran la modernización del servicio postal en España.


El correo moderno nació a finales del siglo XVIII, como servicio público del Estado y con una periodicidad regular. Se sustentaba en la red de casas de posta que utilizaban las rutas de las diligencias, que transportaban correspondencia mediante convenios con el Servicio de Correos. Cuando el servicio de diligencias como medio de transporte se fue ampliando en el siglo XIX, sus empresarios se hicieron cargo de la contrata del correo y desaparecieron los antiguos oficiales valijeros del siglo XVIII.


Una fecha relevante fue también 1764, año de la promulgación del Reglamento Provisional del Correo Marítimo, documento que regulaba las comunicaciones entre España y sus territorios americanos, que alcanzarían una regularidad desconocida hasta entonces. Mensualmente zarparía desde La Coruña a La Habana una embarcación transportando la correspondencia, y cada dos meses otra haría lo propio hacia Montevideo. Posteriormente, en 1777, aparecería la regulación definitiva de este servicio con la entrada en vigor de las Ordenanzas del Correo Marítimo.


El trasiego de mensajes diplomáticos llegó a alcanzar un gran volumen durante el siglo XVIII, época en la que también se desarrollaron los conocidos como gabinetes negros, en los que los empleados postales más fieles al poder y a los espías interceptaban, copiaban y destruían o hacían continuar la correspondencia de las Cortes y de las Embajadas.


La ordenanza General de Correos, Postas, Caminos y demás ramos de 1794 ya se ocupa de manera pormenorizada de los carteros estableciendo entre otras numerosas disposiciones las reglas para su nombramiento y eventual despido, así como el régimen disciplinario. Tenían la obligación de presentarse "en los oficios los días y horas en que suelen llegar los Correos, ó se les señale por los respectivos Administradores; pero no entrarán en el despacho hasta que se les llame para entregarles las cartas que les corresponde llevar". Se establecía que "para la más fácil y pronta distribución de cartas se dividirá por los administradores la población en quarteles ó barrios y los adjudicarán a cada uno de los carteros procurando que cada uno viva en el que le hubieran señalado."


En los inicios del año 1845 se concedieron ventajas a los que franqueaban voluntariamente las cartas y a partir del año 1856 el franqueo tuvo el carácter de obligatorio.


Los promedios en los trayectos de las diligencias de viajeros y correo en el siglo XIX estaban entorno a los quince kilómetros por hora. En correos urgentes el tiempo se acortaba. De Lisboa a Sevilla mensajes y correspondencia llegaron a tardar menos de 48 horas. Aunque normalmente la duración era mayor.



El telégrafo


En el año 1746 el científico y religioso francés Jean Antoine Nollet reunió aproximadamente a doscientos monjes en un círculo de alrededor de una milla (1,6 km) de circunferencia, conectándolos entre sí con trozos de alambre de hierro. Nollet luego descargó una batería de botellas de Leyden a través de la cadena humana y observó que cada uno reaccionaba de forma prácticamente simultánea a la descarga eléctrica, demostrando así que la velocidad de propagación de electricidad era muy alta.


En 1753, un colaborador anónimo de la publicación Scots Magazine sugirió un telégrafo electrostático. Usando un hilo conductor por cada letra del alfabeto, podía ser transmitido un mensaje mediante la conexión de los extremos del conductor a su vez a una máquina electrostática, y observando la desviación de unas bolas de médula en el extremo receptor.3​ Los telégrafos que empleaban la atracción electrostática fueron el fundamento de los primeros experimentos de telegrafía eléctrica en Europa, pero fueron abandonados por ser imprácticos y nunca se convirtieron en un sistema de comunicación muy útil.


En 1800 Alessandro Volta inventó la pila voltaica, lo que permitió el suministro continuo de una corriente eléctrica para la experimentación. Esto se convirtió en una fuente de corriente de baja tensión mucho menos limitada que la descarga momentánea de una máquina electrostática con botellas de Leyden, que fue el único método conocido hasta el surgimiento de fuentes artificiales de electricidad.


Otro experimento inicial en la telegrafía eléctrica fue el telégrafo electroquímico creado por el médico, anatomista e inventor alemán Samuel Thomas von Sömmerring en 1809, basado en un diseño menos robusto de 1804 del erudito y científico español Francisco Salvá Campillo.​ Ambos diseños empleaban varios conductores (hasta 35) para representar casi todas las letras latinas y números. Por lo tanto, los mensajes se podrían transmitir eléctricamente hasta unos cuantos kilómetros (en el diseño de von Sömmering), con cada uno de los cables del receptor sumergido en un tubo individual de vidrio lleno de ácido. Una corriente eléctrica se aplicaba de forma secuencial por el emisor a través de los diferentes conductores que representaban cada carácter de un mensaje; en el extremo receptor las corrientes electrolizaban el ácido en los tubos en secuencia, liberándose corrientes de burbujas de hidrógeno junto a cada carácter recibido. El operador del receptor telegráfico observaría las burbujas y podría entonces registrar el mensaje transmitido, aunque a una velocidad de transmisión muy baja.​ El principal inconveniente del sistema era el coste prohibitivo de fabricación de los múltiples circuitos de hilo conductor que empleaba, a diferencia del cable con un solo conductor y retorno a tierra, utilizado por los telégrafos posteriores.


En 1816, Francis Ronalds instaló un sistema de telegrafía experimental en los terrenos de su casa en Hammersmith, Londres. Hizo tender 12,9 km de cable de acero cargado con electricidad estática de alta tensión, suspendido por un par de celosías fuertes de madera con 19 barras cada una. En ambos extremos del cable se conectaron indicadores giratorios, operados con motores de relojería, que tenían grabados los números y letras del alfabeto.6


El físico Hans Christian Ørsted descubrió en 1820 la desviación de la aguja de una brújula debida a la corriente eléctrica. Ese año, el físico y químico alemán Johann Schweigger, basándose en este descubrimiento, creó el galvanómetro, arrollando una bobina de conductor alrededor de una brújula, lo que podía usarse como indicador de corriente eléctrica.


Sin embargo la aventura de la comunicación por cable a larga distancia arranca en España el 22 de abril de 1855, cuando el gobierno de entonces ordena la creación de una red telegráfica que uniese todas las capitales de provincia y ciudades importantes del país.


Juan Francisco de Goyeneche, marqués de Ugena, fue el último arrendatario del servicio postal.


A partir de 1848 se adoptó en Francia, como medio de franqueo, el sello postal, instituido en Inglaterra unos diez años antes, por iniciativa de Rowland Hill (1795–1879).



Conclusión:


A modo de canon, López realiza una variación en la estructura de esta Escena, primero con este dúo en el que la voz del Loco 3º sirve además de contrapunto a la del Loco 4º, cuyo efecto es similar al de nota pedal (desde el compás 131 al 260 de mi edición) o notas pedales según la variación armónica. Realmente el efecto es casi como si una perorata fuese a modo hablada pero no es así ya que está escrito todo con notas musicales insertas en una tonalidad (en este Andante, en Do mayor) con sus correspondientes alteraciones accidentales.


Por, “Éste la lleva muy larga”, parece referirse a la conversación, que viene dela página 95, compás 6 de mi edición, hasta el 133 el Loco 4º ha llevado la voz cantante en una especie de monólogo (con los contrastes/respuestas en trio de los Locos 1º, 2º, y 3º en forma de burla o desprecio).


Por fechas, situando toda la Ópera en una aproximación a 1815, es de suponer que ese correo al que se refiere el Loco 3º era todavía sin utilizar sellos. La entrega podría ser por entonces por medio de diligencia. Si partimos de la suposición de que los cuatro Locos están en una congregación religiosa, podría ser que se refiera al reparto semanal o mensual de las cartas. No he encontrado que hubiese un día del Correo señalado como fiesta por esos años (alrededor de 1815 o antes).


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